12/05/2010

Día catorce.

Entonces tomaste un gran avión blanco, con tu pasaporte de niña de ojos celestes, sus sellos y tu vestidito con bolsillos.

Te ibas con la memoria reciente de los grandes anuncios publicitarios a la entrada del aeropuerto de Lima, sin nostalgias ni disturbios, sino solamente los del tráfico de esta ciudad en donde el golpe avisa. Te ibas con tu alma nórdica y tus maletas con atuendos de diseñador exclusivo: blusitas negras de vainilla con fresa, sostenes negros de leche con gotas de vino, pantalones negros de chocolate bitter y zapatitos de muñeca viuda, “porque la vida urbana en Lima merece un luto cerrado”, dijiste una vez tirados al sol frente al mar de Miraflores, cerca a un faro apagado y lejos de botes perdidos, llenos de pescadores que te habrían preferido a ti, vestida de negro luto un sábado por la tarde, antes que su propio rescate, reencuentro familiar con banda chorrillana y cerveza caliente.

Todos te deseábamos en esta ciudad empolvada. Todos te queríamos en esta prisión diaria de semáforo, vereda y poste. Pero así te hubieras entregado por completo aunque sea solo a uno, nadie nunca te hubiera podido tener en absoluto, porque una parte de ti nos esgrimía a todos y te ocultaba hasta de ti misma.

Contigo se iban tu preocupación por lo niños de África y tu currículum vitae, con su título de alumna aplicada en la Sorbona y sus prácticas en Oxfam y su contrato ministerial de Estado Peruano. Se iban contigo a buscarse algo en la vida que estuviera lejos de Lima. A buscar ocho horas por ley que no sucedieran en una oficina gubernamental de este país que odio por tu ausencia ahuecada como un bache y mi tropiezo.

Te ibas a buscar unas monedas para conseguir cafés y vinos y para sortear sostenes negros de chocolate bitter. Para encontrar un hombre que nunca te tendría, y para que otra vez, en el sétimo piso de un departamento en París discutiera contigo, como los anteriores, mientras que tú, en el extremo de la rabia, arrojaras platos como en las películas y lloraras, hiriéndote un dedo del pie hasta la gravedad del desangre absoluto, haciendo que un bombero, o tres, o toda la escuadra de la ciudad luz escuchara timbrar el teléfono, para vestirse de madrugada en un minuto según lo estipulado por el manual y resbalarse por el tubo según lo estipulado por el mismo manual y abordarán el auto haciendo la bulla que manda otra vez ese manual escrito para protegerte, salvarte y amarte; y mantenerte con vida para que meses después escapes a Lima, me encuentres, me cuentes el episodio anterior y te bese el dedo de pie mejorado, con su cicatriz transparente y limpia. Como aquella noche antes de tu partida.

Mientras desde el avión ves dejar atrás una ciudad, yo voy donde el último barbero de Barranco, a que me quite algo de la cabeza que no eres tú que te vas, sino lo que dejaste. Un poco de cabello negro que creció entre tus manos, mientras planeabas tu escapate y pensabas en la carta que dajarías sobre mi velador vacío.

Mañana, Odette, mañana; mi habitación amanecerá con ese olor a sábanas blancas y copa rota. Y en un baúl, una fotografía tuya desnuda frente al espejo, será el ícono de tu ausencia. Pienso que algún día se quemará, y ningún bombero vendrá a rescatarte.