11/11/2006

Día nueve.

Apoyada de codos en la ventana
observabas los caminos que tomaban los peatones
como una Diosa del Sétimo Piso
que lo guiaba todo con una mirada.

Pero Nadie te creerá.

Como Diosa que eres sentirás que te rezan en vano, que no podrás cumplir milagros cada octubre, los niños seguirán muriendo dormidos en una calle calentada por el sol, continuarán las fallas técnicas en el Laboratorio Experimental de la NASA, los pájaros transmitirán enfermedades a los humanos de generación en generación, y padecerán a tus pies sus impúdicas náuseas. Grandes buques naufragarán en los océanos y nadie se salvará del Apocalipsis, las madres dejarán de concebir hijos, no evitarás que el tiempo empolve las grandes ciudades, ni que rabiosos perros muerdan a los chicos en un parque, o las complicaciones en los aterrizajes forzosos. No obtendrás fórmulas para el cáncer, ni serás la que nos libere a todos de nuestros más sensatos pecados.

Diosa del Sétimo Piso
que se crucifica ante todos
abriendo las ventanas de par en par,
Nadie te creerá.

Hacia la noche salimos a caminar, empolvados de aburrimiento y cenizas de tabaco quemado. Escapamos por las escaleras de escape. Era el primer día de luna llena, pero Lima como siempre, y sus nubes atadas unas a otras ocultando el cielo como es.

- Acá se fabrican las nubes, ¿verdad? – a otros le parecerías tan tonta. Pero sí Odette, los limeños las fabricamos y luego las importamos a las grandes ciudades, Milán, Berlín, Nueva York; luego ellos nos las venden a mayor precio… pero los chinos, Odette, ya sabemos lo que hacen.
- No sé, sinceramente no lo sé. – pero sí lo sabía, ya ves, las importamos.

11/07/2006

Día ocho.

En pequeños conjuntos, tu cabello negro, caía al parquet encerado brilloso casi amarillo sol. Los focos arriba encendidos de día. Las mujeres abajo, las tijeras, los espejos, el agua, el parquet encendido, eso abajo. “Eso abajo”, le susurro al diario.

Un olor que ya no te pertenecía quedaba en el suelo y desprendía en mí una sensación de felicidad por el cambio. Miraba qué celestes eran tus ojos celestes en ese espejo, que había mentido a otras. Y aquí, es decir en la vieja peluquería de película, leía leyendas de fotos en revistas y te observaba.

Para ti esto era una especie de columpio sin retorno con largas cadenas que van alargando tu constante viaje improvisado. Todo lo que podía ocurrir luego de un corte drástico de cabello fue impresionante. Una nueva belleza instantánea que estuvo siempre ahí, la búsqueda del fotomatón más cercano, las insolentes miradas de limeños cariñosos. Hasta una leve neblina y un apagón fugaz.

Para mí lo más entretenido había sido en un restaurante a mitad del bulevar, tú comías algo de carne con arroz, yo tomaba un café fumando. Intentabas invitarme un trozo de esto, algo de ensalada, la mitad de alguna fruta. Pero yo no tenía hambre, contigo nunca tuve hambre. “Conmigo nunca tienes hambre”, sonreíste. “Bueno un poco, a decir verdad”, le contesto al diario.

Entonces mientras acordábamos bajo la neblina dónde continuaría la búsqueda del fotomatón se acercó una anciana extranjera a hablarte en francés.

- ¿Qué te ha dicho?
- Me ha preguntado si soy una cantante que conoció en un bar de allá. – “Allá” es París. Acá es la peluquería, donde espero mi turno.
- ¿Y qué le has respondido?
- Pues que no la recuerdo, que sí canto; – nos hemos reído tontamente – y claro, tú sabes que yo no canto, pero sé mentir muy bien.

Sí. Pero la broma acabó cuando el piano del restaurante comenzó a sonar y el canoso dueño se acercó a invitarte a cantar. Pediste disculpas y escapamos cuando estaba a punto de sacar una botella de vino, sin contar que antes un mozo trajo los discos de la verdadera cantante que realmente era muy parecida a ti; y sin embargo no la conocíamos.

- Pero qué lindo canta. – me dijiste esa noche antes de dormir.

Yo escuchaba la canción, y sí, claro, no era gran cosa pero era lindo lo que cantaba. Con una harmónica nunca hay pierde en las canciones, pienso ahora que la tengo pegada al oído. Me levanté de la alfombra y pegué las fotos que nos tomamos esa tarde en el calendario, tú con el pelo nuevo, yo con la vieja sonrisa. Con el dedo señalé un día muy cercano a ese en que estábamos.

- Lucas, voy a volver. Te lo diré setenta veces siete. – me dijo.
- Ya – contesté, como si no hubiera pasado nada. – Pero llama cuando llegues.

Entonces fue cuando en la contestadora apareció: “Yo no creo que vuelva a Lima”. (Leer Día cuatro)

- Señor, por aquí.

¿Odette, dónde andas ahora? El suelo parquet encerado brilloso casi amarillo sol. Los focos arriba encendidos de día. Las mujeres abajo, las tijeras, los espejos, el agua, el parquet encendido, eso debajo.

- Sí, pero no tan corto, por favor.

(¡Corten! Queda la escena, gracias.)

11/06/2006

Día siete.

Todo acabará el día
Ochenta y ocho

11/01/2006

Día seis.

Era lunes, antes de las seis de la tarde. Ahogaste la estampa de San Joan en la taza, pero yo vi otra cosa: una manía de medir la temperatura del café, la evacuación tranquila de un insecto. Deslizaste unas monedas sobre el vidrio de la mesa y saliste. Yo esperaba afuera, bajo un árbol y un cielo del que aún no caía la llovizna; y sin sentir el frío pronosticado ya tenía adelantada la distemper de diciembre en agosto y las manos dentro de los bolsillos. Te acercaste dentro de esa larga negra / negra falda; jalaste de mi bufanda y soltaste un beso de café caliente con tres de azúcar.

(Te abracé y comenzamos a caminar por las calles de Lima.)
- Otra vez los zapatos de muñeca porcelana.
(Me abrazaste y Lima comenzó a caminar entre nosotros.)
- Otra vez la bufanda de chico con fiebre.
(Lima te abrazó y yo comencé a caminar entre ustedes.)
- ¿No has sentido una gota que cayó, o son los pájaros?
(Abracé a Lima y comenzamos a caminar entre tus calles celestes de ojos.)
- No. Pero talvez contigo fueron las dos cosas.
(Abrazamos a Lima que caminaba sola por sus calles.)
- ¿Otra vez, las dos cosas? – reí –.
(La calle abrazó a Lima mientras nosotros caminábamos.)
- Sí. Pero con la bufanda, tres.
(Lima tropezó con nosotros que éramos un bache.)
- ¿Y con tus zapatos de muñeca porcelana, cuatro o cinco?
(Te abracé y comenzamos a caminar por las calles de Lima)

Cuando cruzamos la avenida sentiste las gotas y el frío. El cielo canoso de Lima se abrió como cuando Moisés ya anciano hizo lo que debió, y bajó a la tierra Odrián, ángel de Odette, donde no encontró tu cuerpo con mi cuerpo, que cruzaba la avenida a solas, sin bufanda, con nadie en zapatos de muñeca porcelana. Lima estaba sin nosotros, es decir, íbamos sin ti. Ya no estabas.

Odrián se sacudió la llovizna de Lima en París. El ángel corría al café donde estabas, donde acababas de llegar luego de dejarme antes de cruzar la avenida.

Eran ya las seis de la tarde. Ahogaste la estampa de San Joan en la taza, pero él vio otra cosa: un latido erróneo, la evacuación de una lágrima. Deslizaste unas monedas sobre el vidrio de la mesa y te levantaste. Afuera Odrián, ángel de Odette, te miraba bajo un árbol de París. Una túnica dorada, húmeda por la llovizna del cielo de Lima, hacía que temblara. Sacaste la estampa de San Joan del café y deslizaste unas monedas sobre el vidrio de la mesa otra vez. Sacaste la estampa de San Joan del café y deslizaste unas monedas sobre el vidrio de la mesa otra vez. Sacaste la estampa de San Joan del café y deslizaste unas monedas sobre el vidrio de la mesa otra vez, luego la volviste a meter, pero San Joan ya no estaba en la estampita, sino sentado en otra mesa. Dentro de tu negra larga / falda negra; Odrián te miró. Caíste al suelo. Odrián llamó a una ambulancia. San Joan siguió indiferente fuera de la estampa.

Tres días después, hoy, se acercó tu hermana a mi puerta a contarme que fue en un café cuando moriste. ¿Llovía, qué zapatos tenía, qué falda llevaba puesta?

(Caíste diciendo mi nombre sobre el piso y ocho personas te rodearon.)
- Los paramédicos se retrasaron por la lluvia.
(Ocho personas dijeron mi nombre en el piso y tú los rodeaste.)
- Los que le regalaste la primera vez que estuvo en Lima, esos zapatos.
(No caíste, dijiste mi nombre y caminamos abrazados por las calles de Lima.)
- Una falda, larga negra. ¿Por qué?

¿Por qué? Yo no sé doctor, a veces sueño eso.
Está bien, mañana continuamos.

Me levanté del sillón, pagué la cuenta del psiquiatra y salí camino al café. Me paré bajo un árbol con las manos dentro de los bolsillos frente a una mesa vacía. Tenía floja la bufanda, y aún no comenzaba a lloviznar.